Cuando escuchamos la palabra eternidad, solemos pensar en algo lejano, inalcanzable, casi abstracto: un tiempo infinito después de la muerte, una dimensión a la que solo se accede tras dejar este mundo. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a reconocer que la eternidad no es únicamente un destino futuro, sino también una experiencia posible en el presente.
El aquí y el ahora son puertas hacia lo eterno. Cada instante vivido con plena conciencia tiene el poder de contener lo infinito, porque en él se concentra toda la vida. Cuando respiramos con atención, cuando amamos sin distracciones, cuando abrazamos a alguien y nos entregamos de verdad a ese encuentro, el tiempo parece detenerse. No importa si dura segundos o minutos: en ese momento nos asomamos a algo más grande, algo que no cabe en relojes ni calendarios.
Vivir la eternidad aquí y ahora significa aprender a estar presentes. Significa dejar de posponer la felicidad para “cuando todo esté bien” o “cuando logremos lo que deseamos”, porque la vida real no está en el mañana imaginado ni en el ayer recordado, sino en este instante que se despliega frente a nosotros. La eternidad no se mide en cantidad de tiempo, sino en calidad de presencia.
La paradoja es que mientras más nos preocupamos por atrapar el futuro o revivir el pasado, más se nos escapa lo eterno. La eternidad no es acumulación de años, sino intensidad de vida. Se revela cuando decidimos saborear lo cotidiano: el silencio después de una conversación profunda, la calma de observar un atardecer, la risa que surge de manera inesperada.
Al comprender que la eternidad está en el ahora, aprendemos también a reconciliarnos con la finitud. Porque aunque nuestro cuerpo tenga un límite y los días se acaben, cada momento vivido con plenitud es ya un fragmento de lo eterno. No necesitamos esperar a cruzar a otra vida para experimentarla: basta con abrir los ojos, el corazón y la conciencia a lo que ocurre en este preciso momento.
Así, la eternidad deja de ser un concepto distante y se convierte en un modo de vivir: reconocer la grandeza de lo pequeño, la profundidad de lo inmediato y la infinitud que se esconde en cada instante presente.