A veces, entre tanto ruido, prisa y dolor, parece que el mundo se ha vuelto un lugar duro y distante. Pero si detenemos el paso por un momento y abrimos bien los ojos, descubrimos que todavía existe una cara amable en todo lo que nos rodea. Está en los pequeños gestos: en una sonrisa compartida, en la mano que ayuda sin pedir nada, en la palabra que consuela sin juzgar.
La cara amable del mundo no siempre es ruidosa ni evidente. Se esconde en lo cotidiano, en esos detalles que solemos pasar por alto cuando nos dejamos arrastrar por la rutina o el pesimismo. Está en la naturaleza que sigue regalando belleza sin pedir permiso, en los niños que aún ríen con inocencia, en las personas que eligen ser luz cuando todo parece oscuro.
Ver esa cara amable no significa ignorar lo difícil o fingir que todo está bien. Significa recordar que, a pesar de la sombra, sigue habiendo luz; que por cada acto de egoísmo hay otro de generosidad; y que la bondad, aunque discreta, sigue siendo una fuerza poderosa que sostiene al mundo.
El desafío está en aprender a mirar con el corazón, porque cuando lo hacemos, el mundo —aun con sus imperfecciones— nos muestra su rostro más humano, más cálido, más amable.