La verdadera lágrima no es la que se desliza por el rostro y se seca con el viento, sino aquella que permanece oculta en el corazón, silenciosa, cargada de un dolor o de una emoción tan profunda que ni siquiera encuentra salida. Una lágrima auténtica no siempre se ve; a veces se guarda, se disfraza de sonrisa o se esconde en el silencio de la mirada.
Las lágrimas visibles alivian, pero las invisibles enseñan. Son las que nos hacen comprender nuestra fragilidad, valorar lo que tenemos y crecer en empatía hacia los demás. Porque, en el fondo, no lloramos solo por lo que nos duele, sino también por lo que amamos.