sábado, 6 de septiembre de 2025

La verdadera lágrima...

La verdadera lágrima no es la que se desliza por el rostro y se seca con el viento, sino aquella que permanece oculta en el corazón, silenciosa, cargada de un dolor o de una emoción tan profunda que ni siquiera encuentra salida. Una lágrima auténtica no siempre se ve; a veces se guarda, se disfraza de sonrisa o se esconde en el silencio de la mirada.

Las lágrimas visibles alivian, pero las invisibles enseñan. Son las que nos hacen comprender nuestra fragilidad, valorar lo que tenemos y crecer en empatía hacia los demás. Porque, en el fondo, no lloramos solo por lo que nos duele, sino también por lo que amamos.

El sonido del agua

El agua fluye sin detenerse, acaricia las piedras y las suaviza, atraviesa los caminos más difíciles sin oponer resistencia. A veces parece débil, pero con paciencia y constancia es capaz de abrir surcos en la roca más dura.

Así también es la vida: cada experiencia, como una gota, nos moldea. El tiempo y las dificultades no siempre hay que enfrentarlos con fuerza bruta, sino con flexibilidad, como el agua que se adapta a cada curva y sigue su curso.

El paso del agua nos recuerda que la suavidad puede ser más poderosa que la rigidez, y que avanzar, aunque sea despacio, es lo que nos permite llegar al mar de nuestras metas.

No hay justicia en el mundo

Decir no hay justicia en el mundo” no es solo una afirmación intelectual: muchas veces es una herida que duele en carne propia. Es la conclusión a la que llegan quienes han visto cómo el poder, la indiferencia o la mala suerte convierten en silencio el llanto de alguien. Reconocer esa realidad es doloroso, pero también es el primer paso para no normalizarla.

La injusticia existe en múltiples formas: económica, racial, de género, ambiental, legal. A veces es visible —un juicio amañado, una ley injusta— y otras veces es sutil —microagresiones, oportunidades negadas, favores que se conceden según apellido—. Eso no borra los avances: leyes que antes no existían, movimientos sociales que cambiaron narrativas, personas que usan su voz para exponer abusos. Pero el hecho de que haya mejoras parciales no hace que la sensación de injusticia sea menos real.

¿Por qué duele tanto la idea de que no hay justicia? Porque la justicia es la promesa de que el esfuerzo, la verdad y la dignidad tendrán recompensa o, al menos, reconocimiento. Cuando esa promesa se rompe, queda el vacío del desencanto. Y en ese vacío pueden crecer la rabia, la desesperanza o la pasividad.

¿Qué se puede hacer sin convertir ese dolor en cinismo paralizante? Algunas ideas prácticas y humanas:

  • Sostener la verdad: escuchar y creer a quienes sufren. La validación es un acto de justicia mínima.

  • Actuar a pequeña escala: acompañar, ayudar a gestionar recursos, apoyar causas locales. Las grandes transformaciones suelen empezar por muchas pequeñas acciones.

  • Construir solidaridad: la justicia colectiva es más alcanzable cuando hay redes que exigen rendición de cuentas.

  • Formarse y exigir: informarse, participar en procesos democráticos, presionar a instituciones; no esperar que otros siempre arreglen lo que nos afecta.

  • Cuidarse: la lucha contra la injusticia puede quemar. Mantener la salud mental y comunitaria permite sostener esfuerzos a largo plazo.

También hay una dimensión interior: aceptar la contradicción. Vivimos en un mundo donde coexisten belleza y crueldad, generosidad y abuso. Aceptar que no todo se puede arreglar inmediatamente no equivale a rendirse: es aprender a distinguir entre lo que depende de nosotros y lo que no, para enfocar energía donde puede producirse cambio.

Por último, la frase «no hay justicia en el mundo» puede servir tanto de lamento como de motor. Si la pronunciamos desde la impotencia, paraliza. Si la pronunciamos desde la claridad, puede convertirse en impulso: reconocer la injusticia y —en la medida de lo posible— responder con actos que la contrarresten, por pequeños que sean.

Vive y deja vivir

“Vive y deja vivir” no es solo un refrán; es una invitación a soltar el control y a reconocer que la vida de los demás no es un espejo ni una competencia. Vivir plenamente y permitir que otros hagan lo mismo implica confianza, humildad y —sobre todo— respeto.

Cuando practicamos este principio, dejamos de gastar energía en juzgar pequeñas diferencias: la forma de vestir, las opiniones políticas, las decisiones afectivas, o el ritmo con que alguien avanza en su vida. Al hacerlo ganamos algo precioso: libertad. Libertad para equivocarnos, para cambiar de rumbo, para explorar. Y al conceder esa libertad a otros, reducimos conflictos, aligeramos la convivencia y creamos espacios donde cada quien puede ser auténtico.

Eso no significa indiferencia ni falta de límites. Vivir y dejar vivir admite matices: podemos y debemos intervenir cuando hay daño (violencia, abuso, injusticia). Pero antes de reaccionar con ira o con corrección constante, vale la pena preguntar: ¿esto es mi asunto? ¿mi crítica aporta o hiere? Muchas veces la mejor ayuda es escuchar, acompañar y ofrecer apoyo sin imponer.

Pequeños gestos que lo hacen real:

  • Practica la curiosidad en vez de la crítica: pregunta para entender, no para refutar.

  • Acepta la incomodidad de ver elecciones que no elegirías.

  • Pon límites claros cuando algo te afecta, pero sin intentar controlar al otro.

  • Recuerda que cambiar a alguien por imposición rara vez funciona; el cambio verdadero nace de dentro.

  • Celebra las diferencias: diversidad es aprendizaje en vivo.

Un mini poema para llevar:
Vive, que el mundo te espera,
con sus luces y sus grietas.
Deja a otros hallar su senda;
tu paz crece si la respetas.

En resumen: “vive y deja vivir” es una práctica diaria que exige paciencia y coraje. No es pasar por alto lo importante, sino elegir dónde invertir nuestra energía: en construir, acompañar y crecer, en lugar de en controlar o imponer.

Vivir una mentira

Vivir bajo una mentira puede significar muchas cosas: aparentar lo que no se es, ocultar lo que realmente se siente, sostener una vida construida sobre el miedo al juicio ajeno o incluso autoengañarse para evitar enfrentarse a la verdad. A primera vista, parece una forma de protección: esconderse detrás de máscaras puede dar seguridad y evitar el dolor inmediato. Sin embargo, con el tiempo, esa “seguridad” se convierte en una prisión.

La mentira —propia o hacia los demás— desgasta. Mantener una fachada exige energía, y tarde o temprano genera un vacío interior, porque no se está viviendo de acuerdo con la esencia personal. La autenticidad, aunque implique riesgos, trae consigo libertad. Ser uno mismo, con luces y sombras, con aciertos y errores, permite construir relaciones verdaderas y una vida con sentido.

En el fondo, vivir una mentira es posponer la posibilidad de vivir plenamente. Reconocer la verdad, aunque duela, abre la puerta a la paz interior y a la coherencia entre lo que se piensa, se siente y se hace.

Reflexión final: La mentira puede darte refugio por un tiempo, pero la verdad siempre será el camino hacia la libertad.

La desgracia de unos es la dicha de otros

Esa frase resume una verdad incómoda: muchas veces lo que para alguien es pérdida y dolor, para otro supone ventaja o beneficio. No siempre hay malicia detrás —a veces es resultado de estructuras económicas, decisiones políticas o dinámicas sociales— pero otras veces hay un placer frío en el gozo ajeno (la conocida schadenfreude). Ambas realidades merecen que las veamos de frente.

Pensémoslo con ejemplos sencillos: un negocio cerrado deja clientes desatendidos y empleados sin sueldo; para un competidor puede ser una oportunidad de mercado. Una reestructuración en una empresa desplaza personas y, al mismo tiempo, favorece a quienes quedan o a los nuevos entrantes. En crisis sociales, los más vulnerables cargan con el mayor peso, mientras ciertos sectores obtienen ganancias. Es la ley de la desigualdad en acción: ganancias y pérdidas no siempre se reparten de forma justa.

Ahora la pregunta ética: ¿qué hacemos al reconocerlo? Hay tres caminos habituales —no mutuamente excluyentes— que podemos elegir conscientemente:

  1. Indiferencia o disfrute: ver la desgracia ajena como entretenimiento o alivio personal. Fácil, humano, pero éticamente pobre; alimenta la división.

  2. Empatía y acompañamiento: sentir y actuar para mitigar el daño —ofrecer ayuda, compartir recursos, defender justicia—. Construye comunidad.

  3. Transformación estructural: identificar por qué la desgracia favorece a otros y trabajar en políticas, normas o hábitos que reduzcan esas asimetrías (redistribución, seguridad social, ética empresarial, legislación). Es más lento, pero más justo.

Cerrar con dos certezas: primero, reconocer que la frase es real no nos obliga a celebrarla; puede ser un llamado de alarma. Segundo, cada vez que optamos por la empatía en lugar del regodeo, debilitamos el mecanismo que convierte el sufrimiento de unos en beneficio de otros.

Pequeño desafío práctico: la próxima vez que veas a alguien “salir beneficiado” por una situación adversa de otros, párate un momento —pregunta por qué pasó, a quién afectó, qué se puede hacer—. A veces la reflexión se transforma en solidaridad y, con el tiempo, en justicia.